Seguidores

sábado, 1 de enero de 2011

Maurice Ravel, Le Grand

Siempre que se me pregunta acerca de mi músico favorito, yo respondo en el acto y sin vacilar: Maurice Ravel. No pocas veces me encuentro con miradas perplejas, pues esperarían seguramente que contestase con otros nombres de mayor estatura y dimensión en la historia del arte, por diferentes razones (v gr. Bach o Mozart). Ya que  se cree generalmente que el compositor francés es tan sólo el autor de Bolero y  un puñado de obras pulcras e interesantes.
Cuán equivocada es esta percepción lo demuestra el hecho de que Ravel es actualmente y con mucho uno de los músicos más interpretados en concierto y grabado en CD, por encima de otros creadores que uno supone más ilustres y trascendentes.
En él vive el alma íntegra de la Francia que desde los siglos nos ha regalado con sus guiños picarescos, sus sanas risotadas y su sabio humanismo: Rabelais, Voltaire, La Fontaine y otros más parecen alentar en su espíritu musical.
Con él me sucede lo que con ningún otro autor: no hay prácticamente en la totalidad de su obra un solo momento que yo sienta plantado ahí de modo accesorio, donde mi placer y atención se quiebren por algún recurso gratuito o poco interesante. Desde sus miniaturas de cámara o piezas de piano, hasta sus mayores y más logradas partituras orquestales, Ravel es para mí el genio musical más perfecto y exquisito de que tenga conocimiento.
Cada uno de sus trabajos sirve como un modelo clásico y acabado del respectivo género: en ellos las notas poseen un concatenamiento y una precisión tales, que parecen creados por un auténtico demiurgo musical dueño de todos los recursos y mecanismos (recuérdese que Stravinsky lo llamó “El Relojero Suizo”).
Repasemos un poco. Para el piano crea una revolución paralela  e igual en importancia que la de Debussy. Con él el instrumento adquiere una sonoridad inaudita, mal llamada “impresionista”, que deriva de los clavecinistas franceses y el virtuosismo de Liszt, y desemboca en un nuevo clasicismo más luminoso y depurado. Nos ilustran de ello suficientemente la adorable “Tombeau de Couperin”, los cristalinos “Miroirs” y los difíciles ejercicios de “Gaspard de la Nuit”. En lo camerístico cuenta con un catálogo tan reducido como esplendoroso e inigualable: una Sonata para Piano y Violín de una austeridad extrema, donde se sirve de recursos estilísticos del jazz; un cuarteto de cuerda (gemelo del de Claude) que representa lo más logrado de su clase desde tiempos de Schubert.  Al teatro lírico lo enriquece con la asombrosa fantasía L´Enfant et les Sortilèges, y la encantadora evocación de L´ Heure Espagnole. Sus mélodies  son un feliz maridaje de las mayores voces poéticas de su tiempo y su inspiración personal. Baste con recordar los “Trois poèmes de  Stéphane Mallarmé para estar convencidos de que su talento en este campo era rival del de Fauré y el mismo Debussy. A Ravel le encantaban los retos, y con su Concierto para la mano izquierda nos demostró que no había limitación que valiera cuando se trataba de exhibir su enorme talento. Si lo perfecto ya se vislumbraba en las antologías de teclado  mencionadas, su completa realización aparece ante nosotros en sus magníficas páginas orquestales, que no pocas veces son la instrumentación magistral de aquéllas: Ma Mère L´Oye, Daphnis et Chloe , Le Tombeau de Couperin, etc.
En nadie como en Ravel se han asociado indisolublemente la técnica y la pasión; sólo quien no entienda esto lo juzgará de frío y distante, pues su música se halla a medio camino entre la inteligencia y el sentimiento, sin caer jamás ni en un árido intelectualismo ni en la sensiblería barata y de mal gusto.  Su corazón sabe expresar muy bien  sus efusiones con un lenguaje perfectamente inteligible para los que buscamos una belleza clara y ordenada con los mayores alcances humanos. Él y sólo él es aquel que nunca me ha defraudado y de quien con certeza absoluta sé que siempre volveré una y otra vez a la escucha de todas sus obras, hasta donde el oído y el entendimiento me lo permitan en este mundo.

No hay comentarios: