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viernes, 7 de enero de 2011

EL ESCRITOR DE LA SEMANA: François Rabelais


A partir de hoy comenzaremos a consagrar un espacio semanal a la vida y obra de todos aquellos bribones geniales de las letras, cuyos libros tenemos marchitos y más manoseados que furcia, esos autores definitivos que de buena gana invitaríamos a acompañarnos a la famosa “isla desierta”.
Toque el honor de abrir la sección a un beodo más caro a  mí que cualquier otro compinche de parrandas y embriagueces que haya tenido: François Rebeláis.
A él lo conocí en el último año de la secundaria. Nuestra maestra de español era una mujer más fea que patear el culo papal,  que gustaba de descargar sus penas y frustraciones con sus educandos, por eso  nos endilgaba  las lecturas más pesadas e insulsas de que tenga recuerdo, el infalible Don Quijote entre ellas.
Sí. Quien diga que este libro es tan entretenido que se puede leer de un tirón, merecería que le rebanen la de oler y se la introdujeran… en cierta parte morena, por embustero. Porque aunque no negamos que la obra en cuestión es grande y cuenta con arquetipos y situaciones memorables, lo cierto es que el conjunto en general es anacrónico, caduco, seco y bastante denso, dificultándose con ello  el que las nuevas generaciones puedan digerir el mensaje cervantino. Es por esta razón, y no por un mero afán de síntesis, que algún alma compasiva sacó a la luz las conocidas versiones abreviadas del Ingenioso Hidalgo.
Creo que nos hemos desviado un poco. Pues bien. Resulta que la mentada profesora me “tronó como chinampina” sin más ni más porque me rehusé categóricamente a leer la obligada versión original del clásico de clásicos. Fue entonces que en revancha me propuse en lo sucesivo no volver a leer nada que remotamente tuviera que ver con la apestosa y vetusta Castilla. Un día  en la salita de lectura escolar (no era propiamente una biblioteca) vi un estante donde brillaba el lomo de un libro que parecía no haber sido nunca hojeado por nadie desde que se inaugurara el sitio. Con cierta curiosidad instintiva lo extraje y me puse a considerarlo un poco. “Gargantúa y Pantagruel, Colección Sepan Cuántos, Editorial Porrúa…”, decía. Ya con abrir las primeras páginas me encontré con una frase luminosa que no he abandonado jamás: “mejor es de risa que de llanto escribir, porque lo propio del hombre es reír”. Nuestras letras son lacrimosas, aunque nos la damos de bien machitos en estas tierras, lo cierto es que somos bien pinches chillones y nos encanta hacerlo a moco tendido. Por lo que encontrarme de pronto con una obrita que me daba tan riente bienvenida, “vivid felices”, era como la invitación a un mundo luminoso como no había conocido hasta entonces. El prólogo ya me informaba que esas andanzas gargantuescas habían  sido escritas por uno de los espíritus más grandes del Renacimiento europeo, un doctor, teólogo, jurista, novicio franciscano, buen bebedor…, un hombre universal en una palabra, de los que la época fue tan pródiga. Un ingenio a la altura de Shakespeare o el mismo Cervantes. Nacido en la provincia francesa de Chinón, lugar de hermosos viñedos y excelentes vinos que tan bien supo cantar en sus crónicas inmortales. De él se contaban infinidad de anécdotas, a cual más divertida y bufonesca acerca de su carácter y modo de vida.
Ya bien a gusto y en confianza como en casa por el tono dulcemente paternal del autor, comencé a notar desde los primeros capítulos que la Inquisición, la censura y el pudor victoriano no tenían cabida en la obra rabelesiana. Los dichos salaces, las ocurrencias obscenas, los ex abruptos, las escenas grotescas manaban ahí a borbotones, para deleite de mi heredada picardía nacional. Lo que no había sucedido antes ni con las vulgares historietas escatológicas que a escondidas había hojeado, ocurría milagrosamente con estas crónicas: reía a carcajadas hasta descojonarme. Leía y volvía a releer y no podía detenerme hasta no averiguar en qué iría a parar todo esto. Y en menos de lo que pude darme cuenta había llegado ya al fin de los cinco inmortales libros que conforman las correrías y bacanales del buen Gargantúa y su hijo Pantagruel. Hecho increíble si se atiende a que la extensión de estas “espantosas e inestimables” aventuras es aproximadamente la de las dos partes del mentado hidalgüelo.
La trama de la obra gira más o menos en torno a lo siguiente. Primer libro,  Gargantúa es un gigante del linaje de aquellos que según las fábulas bíblicas poblaron la tierra en tiempos antediluvianos. Rabelais se presenta al principio  como un anónimo sirviente de la casa real gargantuesca y al mismo tiempo como traductor de las crónicas, es el autor pues. Capítulo con capítulo nos va narrando jocosamente todo lo relacionado con el nacimiento singular, deliciosa infancia dorada (comer, jugar y domir, dormir, comer y jugar…), educación  e índole de su  señor Gargantúa. A veces  puede parecer que se trata realmente de un coloso terrible como el Polifemo homérico (en realidad es bonachón como un pan y excelente camarada); pero otras lo sentirán por obra de la alquimia literaria deambulando por el suelo a la par de ustedes. En esto no hay ambivalencia alguna: Gargantúa es persona y símbolo a la vez, es un modelo perfecto del caballero, del hombre ilustrado y humanista del Renacimiento, y el amigo a toda prueba y fiel que todos deseamos encontrar (el libro es una auténtica oda a la amistad). Pero también es una glorificación suprema del cuerpo y sus apetitos, sin excluir nada, un rotundo sí a la vida y todos los placeres que lleva aparejados (no en vano es un monumento de las letras y la cultura de la France). Es por esto que no debe sorprendernos ni por asomo el hecho de que en estas páginas se hable de mierda, vómito y demás secreciones con una devoción verdaderamente religiosa. El segundo libro (en realidad es el primero escrito por Rabelais) cuenta a su vez las andanzas de Pantagruel, el hijo de Gargantúa. Este gigantón se rodea de una corte de pícaros y bebedores, entre los que destaca el  buen Panurgo, un granuja redomado y cobarde como un pollo, que conoce mil remedios, a cual más honesto,  para curarse de esa horrible pandemia inmemorial llamada “ sin dinero duele mucho”. El libro tercero, el cuarto y el quinto fueron añadidos por sugestión de todos los amigos de Rabelais (los entendemos perfectamente), quienes le instaban sin cesar a que continuara con estas deliciosas aventuras. Tratan de los viajes que emprende por mar Pantagruel con su gente para llegar al oráculo de la Divina Botella, ¡y todo  para que ésta devele  por fin el gran enigma que los ha atormentado a todos, si a  Panurgo lo harán cornudo cuando se case!
Encontramos tantas cosas buenas y virtudes en estas amadas crónicas, que nos es imposible el enumerarlas todas aquí. Nuestro querido Rabelais hacía falso el dicho ese que “de lo bueno poco”, pues en sus odres “hay mucho y de lo realmente bueno”.  Ahí encontrarán, por ejemplo,  una manera divertida de fundar nuevas órdenes religiosas, un vocabulario escolar inmenso a fuerza de repetir mil y una clases de cojones diferentes, historias  hilarantes hasta el delirio, hechos picantes, una sana y divertida crítica de las sociedades oscurantistas, así como recetas para superar felizmente el pesar y la odiosa melancolía. Este libro es luz y una verdadera Biblia de la vida. Por eso lo hemos hecho tan nuestro.
Les dejamos como pequeña muestra de todo lo dicho, un capítulo chocarrero, extraído de Gargantúa. Espero sirva de invitación a conocer la obra entera. Y si no se ríen a carcajadas… es que de plano no están vivos. Salud y felicidad en este principio de año.
Capítulo XIII
De cómo reconoció Grangaznate, por la invención de un limpiaculos, la inteligencia maravillosa de Gargantúa.

Hacia finales de su quinto año, Gargantúa fue visitado por su padre Grangaznate, que regresaba de destruir a los ganarrios. Y regocijóse tanto como pueda hacerlo un padre así al ver a un hijo suyo así; luego, al tiempo que lo besaba y abrazaba, interrogábalo sobre algunos asuntillos pueriles de varia suerte. Y bebió mano a mano con él y sus ayas, a las cuales preguntaba con gran tiento, entre otras cosas, si lo habían mantenido blanco y limpio. A lo que respondió Gargantúa que ya él había dado órdenes para que en todo el país no hubiese muchacho más limpio que él.
-¿Y eso cómo? -dijo Grangaznate.
-He inventado -contestó Gargantúa-, tras luenga y curiosa experiencia, el medio más señorial, más excelente, más expeditivo que jamás se viera para limpiarme el culo.
-¿Cuál es? -intervino Grangaznate.
-El que os voy a contar ahora:

Me limpié una vez con el rebozo de velludo de una doncella y hallélo bueno, pues la molicie de su seda me causaba en el fundamente una voluptuosidad muy grande;otra vez con una caperuza de las de ellas, y fue lo mismo;otra vez con una bufanda;otra vez con unas orejeras de raso carmesí, mas los dorados de un montón de esferas de la mierda que tenían desolláronme todo el trasero. ¡Mal fuego de San Antonio le queme la tripa cular al orfebre que las hizo y a la doncella que las llevaba!
Este dolor pasó limpiándome con un gorro de paje bien emplumado a la suiza.
Después, haciendo de vientre detrás de unas matas, encontré un gato marzal y limpiéme con él, mas exulceráronme sus zarpas todo el perineo.
De eso curé al día siguiente, limpiándome a los guantes de mi madre, bien perfumados con aromas de Conejera.
Después me limpié con salvia, con hinojo, con eneldo, con mejorana, con rosas, con hojas de calabaza, con repollo, con remolacha, con pámpanos, con malvavisco, con verbasco (que deja el culo escarlata), con lechugas, con hojas de espinaca (todo lo cual hízome mucho bien para la pierna), con mercurial, con hojas de alberchiguero, con ortigas, con consuelda, más agarré una cagalera lombarda de la que curé limpiándome a la bragueta.
Después me limpié a las sábanas, al cobertor, a las cortinas, a un cojín, a una alfombra, a un tapiz verde, con un paño de cocina, con una toalla, con un pañuelo, con un peinador. Con todo sentí más placer que un sarnoso cuando lo rascan con una almohaza.
-Bien, pero ¿cuál de esos limpiaculos te pareció el mejor?
-En ello estoy -dijo Gargantúa-, y pronto sabréis el tu autem. Limpiéme con heno, con paja, con estopa, con borra, con lana, con papel. Mas
Deja siempre en sus cojones documento
quien con papel se limpia el fundamento.
-¡Cómo, cojonudito mío! -intervino Grangaznate-, ¿le has pegado a la bota para pegarle ya a las rimas?
-Claro que sí, mi rey y señor, rimo tanto y más; y, al rimar, a veces se me arrima un catarro. Escuchad lo que a los que están ensuciando cuentan nuestras coplas:
Cerdo cagajoso,
pedorro de mierda,
tus tocinos pringosos
de cisco nos llenan,
cochino cotroso.
¡Mal fuego te prenda,
marrano asqueroso,
si al punto de acabar,
dejas el culo de limpiar!

-¿Queréis que siga?
-Sí, claro.
-Entonces -dijo Gargantúa- escuchad este rondel:

Cagando, sentí, un día de enero,
la sucia renta que al culo debo,
mas su olor no fue el esperado,
pues quedé de cisco perfumado.
¡Ojalá alguien hubiera acertado
a traerme a ésa que yo espero,
cagando!

Entonces le habría yo atorado
con el as de bastos el úrico agujero;
ella mientras tanto con el dedo
me habría el ojal de mierda preservado,
cagando.

¡Decid ahora que no sé nada! Por la mar de tal, no las he hecho yo, pero, al oírselas recitar a esa dueña mayor que ahí veis, las he retenido en el morral de mi memoria.
-Volvamos a nuestro asunto -dijo Grangaznate.
-¿A cuál? ¿Cagar? -preguntó Gargantúa.
-No, a lo de limpiarse el culo.
-¿Pagaréis un bocoy de vino bretón si os dejo pasmado hablando de ese asunto?
-Ciertamente sí -asintió Grangaznate.
-Sólo es necesario -continuó Gargantúa- limpiarse el culo si hay inmundicia; no puede haber inmundicia si no se ha cagado; luego es menester cagar antes, para limpiarse el culo.
-¡Oh, qué muchachito tan listo! -exclamó Grangaznate-. Uno de estos días mandaré que te hagan doctor en Gaya Ciencia, ¡por Dios!, pues tienes más razón que años. Pero sigue con tu discurso limpiaculosófico, por favor. Y, ¡por mis barbas!, en vez de un bocoy recibirás sesenta pipas, entiéndase de ese buen vino bretón, que no crece en Bretaña, sino en el buen país de Verrón.
-Limpiémelo después -continuó Gargantúa- con una toca, con una almohada, con una chinela, con un morral, con un cesto -mas es por cierto un limpiaculos muy desagradable-, después con un sombrero. Y tened en cuenta que, en cuestión de sombreros, los hay con pelo, los hay sin pelo, los hay de velludo, de tafetán, de raso. El mejor de todos es el de pelo, porque hace muy buena abstersión de la materia fecal.
Después me limpié con una gallina, con un gallo, con un pollo, con la piel de un becerro, con una liebre, con un pichón, con un cormorán, con un bolso de abogado, con una muceta, con una cofia, con un señuelo.
Mas en conclusión digo y mantengo que no hay limpiaculos mejor que un gansito de fino plumón, con tal que se le sujete la cabeza entre las piernas. Creedme por mi palabra de honor. Pues sentís en el agujero del culo una voluptuosidad mirífica, tanto por la suavidad de su plumón como por el calor templado del propio ganso; voluptuosidad que se comunica fácilmente a la tripa cular y demás intestinas, hasta llegar a las regiones del corazón y del cerebro. Y no penséis que la bienaventuranza de los héroes y semidioses que están en los Campos Elíseos consista en su asfódelo, ambrosía o néctar, como dicen por aquí las viejas. Según mi opinión, es debida a que se limpian el culo con un gansito, y tal es también la opinión de Micer Juan de Escocia.

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